En la selva peruana de Madre de Dios, el Gobierno Regional promueve la construcción de una carretera bajo el argumento que resolverá los problemas de conexión de comunidades indígenas aisladas que deben viajar hasta 13 horas para atender una emergencia de salud. Mientras que los especialistas sostienen que la carretera por sí sola no garantizará el cierre de brechas, los nativos temen ser invadidos por las mafias del narcotráfico y la minería ilegal que cada vez ganan más terreno en la zona. Una crónica por los pueblos ancestrales de las etnias harakbut, yine y machigenga. “No nos oponemos a la carretera, pero la carretera no se come, no educa ni sana a nuestros enfermos”, sostienen.En Shintuya, una comunidad de no más de trescientos habitantes a orillas del río Alto Madre de Dios, 10 representantes de la etnia harakbut están reunidos en el local comunal, exponiendo sus penurias a viva voz. Un hombre bajito de piel tostada cuenta que el año pasado su hermana de 22 años murió camino al hospital, embarazada de siete meses. En la posta de salud de Shintuya apenas poseen lo básico y en el pueblo cercano con más recursos, Salvación -una ironía cruel- , no cuentan con médicos. Ella tuvo que contratar una camioneta para remontar los Andes hasta el Cusco, cruzar kilómetros de trocha y asfalto durante cinco horas, para finalmente morir junto al feto de una hemorragia interna a media hora de su destino.Reunión de pobladores en Shintuya.

Sebastián CastañedaOtro poblador de esta primera parada en una travesía por la selva de la provincia de Manu, mucho más delgado, toma la palabra para denunciar que los proyectos sociales han sido mal ejecutados. No disponen de agua potable, ni de luz eléctrica durante toda la noche. No hay cobertura telefónica y ante alguna emergencia solo tienen acceso a internet por unas horas al día, gracias al dueño de una bodega que ha instalado un servicio. De resto están incomunicados. Una simple apendicitis puede ser mortal. “El Estado ha invertido en la costa y en la sierra, pero nunca se ha preocupado por nosotros. Cuidamos el medio ambiente, ¿pero a qué costo? Queremos vivir como gente. ¿Es mucho pedir?”, se queja este señor de brazos fibrosos.El debate se enciende. La mayoría desea participar. No es usual que los visite un medio de comunicación. Entonces sucede: un sonido los perturba y los intimida, los acalla. Es una avioneta. De pronto ya nadie alza la mano ni tiene ganas de contar sus necesidades. Al cabo de unos minutos, un señor mayor saca un mapa de su bolsillo y, con indignación, señala las zonas de cultivo de coca en el Manu, parte de la región de Madre de Dios. “Vienen acá. Pasan en camioneta o en moto. Nosotros preferimos no molestar para no tener problemas”, dice.Vista panorámica de la comunidad de Shintuya.
Sebastián CastañedaUn grupo de conservacionistas explica que cerca de Shintuya hay dos pistas clandestinas de aterrizaje. Son áreas tomadas por el narcotráfico, fuera del alcance de la Policía, donde los drones de los investigadores son derribados. La población ha identificado a las avionetas como de procedencia boliviana y las llaman “palomitas”.Ningún harakbut da su nombre. Piden mantener sus identidades en reserva. El año pasado uno de ellos, miembro de la Reserva Comunal Amarakaeri, fue asesinado. No se han encontrado a los culpables, pero todos están convencidos de que fueron las mafias. Están cercados. Las economías ilegales les han castrado la costumbre de cazar en el monte y pescar libremente. Ya no pueden internarse en la selva por unos días para perseguir a monos, sachavacas y sajinos, porque tarde o temprano se topan con los cocaleros. Expulsados de su territorio, son prisioneros en su propia casa.Madre de Dios se ubica entre las tres regiones del Perú con mayor deforestación. Un informe del Ministerio del Ambiente registra una pérdida de 24.317 hectáreas de bosques en 2022, a causa de los cultivos ilícitos de hojas de coca y la minería ilegal. A lo largo del río Alto Madre de Dios cohabitan una decena de comunidades, varias de ellas con las aguas como única vía de conexión. Es una ruta larga y muy costosa: el galón de combustible cuesta alrededor de 22 soles (6 dólares) y los poblados más alejados requieren hasta 70 galones para ir y volver. A ello se suma el lujo que supone tener un bote para quien vive del autoconsumo, cultivando frutas y criando aves de corral.Habitantes de Shintuya se preparan para salir al río. Sebastián CastañedaEntre 2007 y 2008, dos proyectos de inversión pública plantearon construir una carretera que conectara los pueblos de Nuevo Edén, Boca Manu y Boca Colorado, todas en Madre de Dios. Entre 2015 y 2016 se iniciaron los trabajos del primer tramo, pero se cometieron irregularidades como no consultar a los nativos o carecer de una certificación ambiental. Por ello, el gobernador regional, Luis Otsuka Salazar, fue acusado por el presunto delito contra los recursos naturales en agravio del Estado. El proceso todavía se encuentra en curso. Otsuka concluyó el primer tramo, pisoteando una medida cautelar que se lo impedía. Una década después, continúa en el poder y está moviendo todas sus influencias para concretar el segundo segmento: 96 kilómetros de carretera entre Boca Manu y Boca Colorado.En 2023, el actual presidente del Congreso, Eduardo Salhuana, impulsó un proyecto de ley que pretendía declarar de interés nacional a dicha carretera, que podrá afectar a tres áreas protegidas (el Parque Nacional del Manu, la Reserva Territorial Madre de Dios y la Reserva Comunal Amarakaeri). La iniciativa, que no tomó en cuenta la participación de las organizaciones indígenas en el debate ni las observaciones técnicas de las entidades competente, fue archivada en 2024, pero el objetivo persiste: lo ha tomado el Gobierno Regional. Se encuentra en pleno diseño del expediente técnico, que debería incluir obligatoriamente un estudio de impacto ambiental.Un bote navegando cerca Boca Colorado, en el Alto de Madre de Dios.

Sebastián CastañedaUn bote surca el Alto Madre de Dios. Son tiempos de lluvia, las aguas están más caudalosas y marrones de lo normal, y los peces se han marchado a las quebradas. Adentrarse en la selva es reconocer la ignorancia de llamar bosque a la inmensa vegetación y tratar de insectos y aves a una fauna inconmensurable. El calor sofoca y sancocha. Durante el trayecto hacia Shipetiari, territorio de la etnia matsiguenga, se hace en soledad, prueba de lo inasequible de acceder a una embarcación por más modesta que sea. Un pasaje bordea los 80 soles (21 dólares).Es un día de celebración en el único colegio de Shipetiari. Alrededor de la cancha de vóley están apiladas ollas con guiso de gallo, plátanos hervidos y masato, una bebida tradicional que las personas mastican, escupen y luego maceran en enormes recipientes. Una mujer descalza, con el cabello recogido, pasar de lactar a su bebé a dar la bienvenida desde un megáfono. Es Giuliana Araoz, jefa de la comunidad. A diferencia de otros pueblos indígenas, en Shipetiari las mujeres tienen el mando. “Así es nuestra fábrica. Alumbramos poquitos hombres”, dirán después entre bromas. Otra particularidad es que las casas de los matsiguengas están dispersas.Niños de la comunidad nativa shipetiari, ubicada en el distrito y provincia del Manu, en la región Madre de Dios.Sebastián Castañeda“En campaña nomás se acuerdan de nosotros. Nos traen ropa, gaseosa y arroz. Luego ganan y se olvidan que existimos”, reclama la jefa. La única fuente de agua más o menos apta para el consumo es un tanque apostado en la escuela. Generalmente beben, cocinan y se bañan con lluvia. El establecimiento de salud, a cargo de dos enfermeros, no puede atender más que los controles de los niños y cortes superficiales. Recién en marzo, tras años de espera, han sido dotados de una cadena de frío para conservar los medicamentos. Desde hace meses carecen de antídotos para picaduras de serpiente, una urgencia que casi acaba con Araoz.El 19 de junio de 2024, junto a su esposo y un hijo de 14 días de nacido, fue a Salvación para inscribirlo en los registros públicos. Hubo mucha cola, el trámite demoró y llegaron de noche a los alrededores de Shipetiari. Parecía otro viaje cansado hasta que sintió un piquete en el talón derecho. La pierna se le adormeció, empezó a respirar con dificultad, de repente ya no podía caminar. Una serpiente la había picado. Sobre los hombros de su esposo, llegó a la posta. La estabilizaron, pero no pudieron hacer más. La ambulancia llegó siete horas después con el antídoto. El veneno la mantuvo internada en un hospital durante un mes. Lo que más le dolió fue no poder darle el pecho por tres meses a su nene. Debían cerciorarse que su cuerpo estaba descontaminado. Hoy el niño sufre de anemia.Rufina Rivera, presidenta de la Nación Matsiguenga.

Sebastián Castañeda“No nos oponemos a la carretera. La necesidad existe, pero la carretera no se come, no educa ni sana a nuestros enfermos. Debe estar acompañada de proyectos de desarrollo, de lo contrario solo nos pondrá en más riesgo del que ya estamos”, explica Rufina Rivera con la claridad de ser la primera presidenta mujer de la Nación Matsiguenga, una organización que agrupa a siete comunidades. Madre de seis hijos, se ha preparado para ser la portavoz. Desconfía de quienes, dice, en aras del progreso intentan pasar por encima de ellos. “Siempre vamos a estar abiertos al diálogo. Solo le pido a las autoridades que vengan aquí a escucharnos”, añade.El Observatorio para la Infraestructura Vial Sostenible en los Andes y Amazonía (IVIS) señala que toda carretera tiene impactos positivos, pues aumenta las oportunidades de transporte y los puestos de trabajo. Pero también negativos, pues genera procesos de deforestación y de crecimiento desordenado e insostenible y favorece la expansión de las actividades ilícitas. Remarca que los antecedentes en la Amazonía peruana son desalentadores. “La carretera Federico Basadre, que facilita la conexión de Ucayali con la costa y la sierra, es un caso dramático. La región amazónica sigue siendo una de las más rezagadas del país desde el punto de vista de su PIB per cápita. ¿Cuál es la verdadera valía de la carretera?”. Vía cuestionario, el tanque de pensamiento recomienda “incorporar un enfoque territorial en la planificación vial, donde el Estado y la sociedad civil analicen las dinámicas actuales sobre el territorio y los problemas locales. Es primordial que se haga un análisis costo-beneficio por entidades externas y que se culmine el saneamiento físico y legal de las comunidades”.Miembros de la comunidad shipetiari, ubicada en el distrito y provincia del Manu, en la región Madre de Dios. Sebastián CastañedaEn Shipetiari se respira tensión. En octubre, el cadáver de Gerardo Keimari, uno de sus defensores ambientales, apareció tendido boca abajo a orillas del río. Fue la segunda víctima de las mafias en 2024, tras Victorio Dariquebe, guardaparque harakbut de la Reserva Amarakaeri. Dos meses antes, Keimari había sido amenazado junto a otros 16 matsiguengas mientras cumplían labores de vigilancia. Los interceptaron hombres con escopetas y pistolas. El motivo: amedrentarlos para que Shipetiari desista en su solicitud de ampliación de tierras. Esa es otra de las luchas de los pueblos originarios: la titulación. En la medida en que no se les reconozca como los dueños de sus terrenos estarán a merced de que los cocaleros y los mineros ilegales los desplacen.La siguiente parada río abajo/arriba es Diamante, territorio de la etnia yine, tan reconocida por su habilidad para la navegación que son llamados los ‘fenicios amazónicos’. Agustín Fernández Zumaeta surcaba los ríos con destreza hasta que una mañana, cargando unas maderas, sintió que la parte baja del cuerpo no le respondía. El dolor fue tan devastador que las soltó y no pudo pararse. Lo derivaron al Cusco. Le diagnosticaron lumbalgia y le repitieron que debía hacer terapia si quería volver a valerse por sí mismo. Rentar un cuarto en la ciudad, o ir constantemente, era inviable para sus bolsillos. Visitó a un curandero que le dijo que un enemigo le había hecho daño. Han pasado tres años, y la fuerza solo le alcanza para apoyarse en su silla de ruedas y permanecer de pie por unos segundos. No quedan rastros de su vitalidad. Es un hombre de 57 años, entumecido, que ve la vida pasar.Paisaje de la minería ilegal en la región Madre de Dios. Sebastián CastañedaA las afueras de Diamante, el Ministerio de Cultura ha instalado un puesto de control permanente. Es una zona habitada por yines que no desean vivir bajo las reglas de eso que llamamos civilización. Son los no contactados. Los vigilantes cuentan que, en los meses de verano, cuando las aguas disminuyen, cruzan el río a luz del día. Ellos les dan plátanos, yuca, utensilios, machetes. En los últimos meses, el Gobierno Regional ha compartido videos en sus redes sociales donde se niega la presencia de los no contactados. Un discurso negacionista que, según los especialistas, cada vez cobra mayor fuerza y cuyo propósito es lograr la construcción de la carretera entre Boca Manu y Boca Colorado.“La mayoría todavía nos defendemos con flechas. Si la carretera se construye, ¿quién nos garantizará que no nos invadirán? Los clandestinos nos pueden matar con mucha facilidad. Estamos desprotegidos. Nuestras comunidades necesitan puestos de control eficientes, con presupuesto. Pero de eso el Gobierno Regional no dice nada. Aquí las ‘palomitas’ cruzan con total impunidad. No me quiero ni imaginar lo que sucederá con una carretera”, señala con determinación Nicolás Flores Díaz, el jefe de Diamante.Niños de la comunidad de Puerto Azul Mberowe.Sebastián CastañedaEl gran antecedente es la carretera Interoceánica, que une Perú y Brasil y despertó una expectativa de desarrollo que no ha sido saldada. “En Madre de Dios la minería ha existido desde hace mucho tiempo de una manera casi completamente artesanal. Con esta vía aumentó su impacto por el uso de maquinarias “, explica la especialista Luisa Ríos en un informe para la Sociedad Peruana de Derecho Ambiental.La última parada de la travesía es Puerto Azul Mberowe, una comunidad gobernada por los harakbut, casi en medio entre Boca Manu y Boca Colorado. Apenas cuarenta familias habitan este territorio. Vestidos con plumas y collares, los niños dan la bienvenida con una danza en el local comunal. Concluido el acto, los vecinos desenrollan su pliego de reclamos. Como en las paradas anteriores, se sostienen en las plantas medicinales para calmar la fiebre, el matico, el ajo sacha o el piri piri. Si tienen una hinchazón se aplican un matapalo. Acá el abandono es más evidente. Nadie está a cargo del establecimiento de salud desde hace seis años.La posta es un espacio nauseabundo a unos pocos metros del colegio, con decenas de montículos de una arenilla oscura. Son excrementos de los murciélagos que se han adueñado del lugar. También depositan sus heces en la escuela de paredes rajadas y viejos pupitres, que cuenta con 27 alumnos, 16 de inicial y 11 de primaria. “Es un foco infeccioso. A nadie parece importarle. Estudiar en estas condiciones es un espanto”, dice Vilma Zavala, la profesora de primaria. Imparte clases a los 11 en el mismo salón. Se las ingenia para trabajar el mismo tema con distinto nivel de dificultad. No puede hacer otra cosa. Una pequeña laguna se ha formado alrededor del colegio. Otro foco infeccioso. Los niños están a expensas del dengue.Centro de salud en Puerto Azul Mberowe.Sebastián CastañedaLa oenegé Grupo de Análisis para el Desarrollo (Grade) ha evaluado los beneficios de 20 proyectos viales en la Amazonía peruana y ha concluido que en la mayoría de ellos los costos superan los beneficios. Bajo su análisis, implementar vías fluviales puede significar un costo siete veces menor, a la vez que causarían una menor contaminación. El reto consistiría en crear un servicio seguro, formal, moderno y sobre todo asequible para los pueblos originarios.El bote se estaciona finalmente en Boca Colorado tras una seguidilla de días intensos, llenos de mosquitos. Nadie sale a saludar a quienes llegan, más bien los miran con desconfianza. Es una zona maniatada por la minería ilegal y camino a convertirse en La Pampa, una área pelada y marrón, sin bosques, infestada por campamentos en busca de oro, en la provincia de Tambopata. Hay que escapar hacia Puerto Maldonado, la capital de Madre de Dios, para evitar problemas. El sol comienza a despedirse. Los collares, los anillos y los dientes de oro de los mineros resplandecen.

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