Hay veranos que se adhieren a la piel como una segunda memoria. El de ella fue uno de esos: 1975, Costa Brava, un camping que olía a protector solar, a cheetos y a esperanzas gastadas. Tenía catorce años y la certeza incómoda de que el mundo de los adultos era un territorio extranjero donde ella no tenía derecho de entrada.Sus padres habían elegido aquel lugar con la precisión de quien busca la felicidad en un catálogo. Piscina azul, discoteca con bola de espejos, animación para todas las edades. Ella los observaba desde la distancia etnológica de la adolescencia: su madre aplicándose aceite de coco con la devoción de quien practica un ritual ancestral, su padre fingiendo leer el periódico mientras sus ojos vagabundeaban hacia territorios prohibidos: escotes, muslos, pechos.Fue entonces cuando descubrió el pinar. Un accidente geográfico que los urbanistas del camping habían olvidado domesticar. Entre los pinos marítimos, la luz se filtraba como miel antigua y el silencio tenía una textura distinta. Allí, con la columna vertebral apoyada contra la corteza rugosa, abrió por primera vez el primer volumen de En busca del tiempo perdido.Proust llegó a su vida como llegan las revelaciones: sin anunciarse, transformándolo todo. Las frases largas como ríos la arrastraron hacia un mundo donde el tiempo no era cronológico sino emocional, donde un sabor podía resucitar décadas y donde el amor era una enfermedad hermosa e incurable.Poco a poco, los personajes de la novela comenzaron a colonizar el camping. Charles Swann tomó posesión del cuerpo del señor Martínez, parcela 47, que cada tarde paseaba con la melancolía de quien ha perdido algo que nunca tuvo. Sus pasos lentos alrededor de la piscina eran los de un hombre que busca en cada rostro femenino el eco de una pasión imposible.Odette de Crécy se materializó en la mujer del vestido de flores y profundo escote, que aparecía cada tarde como una aparición. Su manera de caminar sugería secretos, y ella descubrió que incluso su propio padre la seguía con una mirada que no sabía nombrar. Era la primera vez que veía a su padre como un hombre capaz de desear a alguien que no fuera su madre, y el descubrimiento le produjo una extraña náusea metafísica.El barón de Charlus encontró su avatar en Sebastián, el animador. Sus gestos teatrales durante los concursos de baile escondían una extraña desesperación , y ella comenzó a fijarse en cómo sus ojos se demoraban en el socorrista de pelo rizado que fumaba Marlboro durante los descansos. Había una geografía secreta en aquellas miradas, un idioma que solo ellos dos hablaban.La duquesa de Guermantes reinaba desde la caravana más grande en la persona de la señora Vidal. Organizaba las relaciones sociales del camping con la precisión de una coreógrafa, decidía quién merecía una invitación a su aperitivo dominical y quién debía conformarse con un saludo cortés. Ella empezó a estudiarla como se estudia a una especie en extinción: fascinante y terrible a la vez.Una madrugada de agosto, mientras leía con una linterna el pasaje donde el narrador comprende que amamos no a las personas sino a nuestras propias proyecciones, escuchó voces familiares entre los árboles. Sus padres habían salido a caminar, creyendo que ella dormía. Las palabras llegaron fragmentadas por el viento: “…ya no sé quién soy cuando te miro”, decía su madre. Y escuchó a su padre llorar por primera vez.Por la mañana, en el desayuno, mientras mojaba una magdalena en el café con leche, buscó en los rostros de sus padres los ecos de la noche, pero la estudiada cortesía con que se dirigían el uno al otro le produjo una desazón mayor aún que las palabras y los sollozos que había escuchado.Ella cerró el libro con dedos temblorosos. Por primera vez entendió que sus padres también eran personajes de una novela que ella no había leído, con capítulos anteriores a su nacimiento, con sueños que no la incluían, con dolores que no tenían que ver con ser padres sino simplemente con ser humanos.El verano se desangró lentamente hacia septiembre. Las familias comenzaron a deshacer sus pequeños universos temporales, a doblar la ropa que olía a cloro y a costillas asadas.Cuando el coche familiar se alejó del camping, no miró hacia atrás. En su regazo, el libro de Proust guardaba el secreto de aquel verano y la certeza que la literatura no es un refugio de la vida sino una manera más profunda de vivirla, que las palabras pueden ser llaves que abren puertas hacia habitaciones del alma que ni siquiera sabíamos que existían.Y mientras el paisaje mediterráneo se difuminaba como una acuarela bajo la lluvia, ella sonreía con la sabiduría prematura de quien ha descubierto que los finales solo son comienzos disfrazados, que el tiempo perdido es el único que verdaderamente se puede recuperar, y que el amor —hacia los libros, hacia las personas, hacia la vida misma—es siempre un acto de fe en lo invisible.Isabel Coixet es cineasta.
EL PAÍS publica cada día en agosto las historias de ‘Amores de Verano’ de una firma invitada.

Un amor de verano de… Isabel Coixet: ‘Proust en el camping’ | Historias de amor
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