Carmen Giménez vio España por primera vez de adolescente, en los años cincuenta, cuando Franco permitió que los exiliados como su padre, republicano que había tenido a su familia en Casablanca, pudieran pisar el país.—No me gustó. Encontré España tan pobre, pero tan pobre, que me dolía. Mira que en Marruecos se veía pobreza, pero la pobreza española se veía… muy mal. Lo triste que iba la gente por la Gran Vía. Era un país triste.Con el tiempo, Giménez vendría a España y sería conocida como prestigiosa comisaria de arte contemporáneo en el tardofranquismo. Divulgaría la importancia de los grandes artistas del siglo XX que el público español no apreciaba todavía: Juan Gris, Richard Serra, Picasso. Impulsaría la puesta en marcha de tres importantísimos museos, el Reina Sofía, el Guggenheim de Bilbao y el Picasso de Málaga. Hoy es difícil hablar de la historia cultural de este país y no mencionar su nombre.Y la base de todo esto seguramente esté en aquella tarde en la Gran Vía, cuando una adolescente vio al fin con sus propios ojos aquel lugar abstracto del que tanto había oído hablar a su padre y comprendió que España podía aspirar a más. Ese es el tipo de idea incendiaria sobre el que se cimentan las grandes trayectorias. El tipo de idea que muchos en un país así no perdonarían.“Para mí, de pequeña, Marruecos era mi país”. Todavía hoy Carmen Giménez (Casablanca, 82 años) tiene un poderoso francés y cierto destello travieso en la mirada. Es una perfecta tarde de campo en El Azahar, finca que su familia tiene por la Serrezuela. Es una casa de campo abierta a huéspedes, pero sobre todo atrae a artistas, que vienen aquí a pasar temporadas y crear. Ray Loriga es un habitual. Es un buen resumen de la naturaleza de esta familia.Carmen Giménez, en la finca El Azahar de Trujillo, propiedad de su hija, Nathalie Trafford, donde escritores como Ray Loriga acuden a trabajar.Ximena y SergioSobre el ruido blanco de la lluvia contra la ventana y la leña, Giménez intenta dar con el principio de su historia. Quizá todo empezó cuando ella, la hija de aquella casa en la colonia española de Casablanca llena de hombres, aprendió a rebelarse. “Mi padre pensaba que yo tenía que ser como mi madre, aprender de la cocina y la casa. Me pedía que ayudase a mi madre; ella, como sabía que yo no quería hacer eso, me pasaba libros y me sentaba en una silla”.O quizá el comienzo sea cuando descubrió que en España aún había fascismo y también se rebeló: “Yo quería quitar a Franco de en medio, esa era un poco mi historia”.O cuando se fue a París con su hermano, a estudiar Ciencias Políticas como su padre, y se rebeló contra sí misma. “Cuando vi los museos, me di cuenta de que ya no quería ser como mi padre. Yo quería arte”.Estudió en la École du Louvre y por esa época su novio, John Peter Trafford, un carismático empresario chileno, le pidió la mano y ella accedió. Quizá la historia empieza ahí.“El Madrid franquista no era fácil. Yo quería trabajar con arte, eso lo tenía muy claro”. En 1968 esa decisión era distinta a ahora. El arte contemporáneo era, tras décadas de franquismo, algo minoritario en España. No había museos dedicados a él, solo galerías, y las galerías no interesaban a los hombres con dinero. “La escena española era la escena madrileña, no había más: el régimen asociaba arte a progres, a rojos, a los perdedores de la Guerra Civil”, rememora José Robles, veterano galerista de Ponce + Robles. “Si se exponía Picasso, cosa que hizo la galería Theo en 1971, la ultraderecha se lo intentaba boicotear”. Las mujeres sí se interesaban por ello, de ahí que las grandes galeristas de la época, Juana Mordó, Juana de Aizpuru o Soledad Lorenzo, sean hoy figuras totémicas en la cultura.Giménez podría haber formado parte de ese panteón. “Pero John no quería. ‘Galería no’. Él me dejaba trabajar en ediciones. Bueno, pues yo a ediciones”, recuerda. Dio con uno de los mejores talleres de grabados de Madrid: el Grupo 15. “A José Ayllón, que estaba ahí, enseguida le interesé. Me dijo: ‘Tienes que ser parte del Grupo 15’. Yo llegué a casa toda contenta. John se enfadó. Él pensaba, él siempre pensaba, que me había enamorado de otro. Estaba obsesionado con eso. ¡Yo lo que quería era trabajar!”.Pactó dedicar las mañanas a su trabajo y las tardes a su hija. En los setenta, prosperó profesionalmente, dejó su huella con exposiciones de Antonio Saura o Tàpies, trajo a los posminimal: Robert Ryman, Robert Mangold o Sol LeWitt. Según crecía su influencia, crecía su exigencia. Había vivido en Londres, París, Chicago y Marruecos, tenía un ojo quirúrgico para el arte y muy poca paciencia para la informalidad española. Preguntaba, cosa insólita en España —aún hoy—, por el dinero antes de aceptar un trabajo.“Carmen traía consigo un mundo inédito para nosotros”, rememora una historiadora que trabajó con ella en aquella época. “El acceso a un mundo de vanguardia y contemporaneidad desconocido. Con ella venía un entorno de directores de grandes museos y centros de arte, de galeristas, coleccionistas, propeitarios de obras, arquiectos, diseñadores, editores a los que habia que convencer que de que aceptaran a España dentro del circuito internacional”.Carmen Giménez, en el estudio de Joan Miró, con Daniel Moquay.Roberto OteroVendía los grabados en el extranjero: en Marruecos conoció los talleres de Mohamed Melehi; en Nueva York, al escultor Richard Serra. Se convirtió en uno de sus artistas favoritos.Aquel éxito inicial remató su matrimonio. “John y yo nos llevábamos fatal. Me separé y no me quería volver a casar. Ni pensarlo. Pensé que el matrimonio no era para mí y lo pienso todavía”, se retuerce en su asiento. Fue una mujer orgullosamente sola en un país sin ley de divorcio —era 1981—, un país diseñado para esposas.En 1982 organizó su mayor exposición hasta la fecha. La idea de Correspondencias era confrontar a cinco escultores con cinco arquitectos. Emilio Ambasz, Peter Eisenman, Frank Gehry, Léon Krier y Robert Venturi con Chillida, Merz, Serra, Joel Shapiro y Simonds. La expresión definitiva de su sensibilidad internacional. “Una exposición de una calidad insólita entre nosotros, que nos transporta a los más sofisticados círculos internacionales”, escribió entonces el crítico Francisco Calvo Serraller en EL PAÍS. “Los dos extraordinarios promotores nos han abierto un camino en el que es necesario transitar en el futuro”.El futuro llamó a Giménez, literalmente: el ministro de Cultura quería hablar con ella. “Javier Solana me dijo que tenía que ayudar a España, que personas como yo eran las que teníamos que ir a trabajar al ministerio…”.Ella fue fiel a su estilo: “Javier, no te voy a engañar. Pagáis muy mal. Yo puedo aceptar estar mal pagada, pero si vosotros no tenéis dinero para cambiar España, no podéis hacer nada”.Solana: “Yo te ayudaré. Fíate de mí”.En 1983, Giménez empezó a trabajar en la sede del Ministerio de Cultura, en el edificio que hoy ocupa el Ministerio de Defensa, en el número 109 de la Castellana. En la pared, una enorme bandera de España.“El país necesitaba apertura”, sentencia hoy Javier Solana desde su despacho en la Esade de Madrid, un lugar de paredes blancas, blanquísimas, entre otras de cristal. La victoria, en 1982, de la izquierda puso en el poder a un Gobierno lo suficientemente sólido como para dejar de pensar en la estabilidad del país y plantearse la construcción de un futuro: qué era España sin su pasado y con sus vecinos. España, el país triste, podía aspirar a más. “Era la primera vez que había un giro a la izquierda con esa mayoría. Pues se aprovechó”.“El desafío era transformar la vida cultural del país, de modo que pareciera que la dictadura franquista no había sido más que un paréntesis ya superado”, resume otro miembro de aquel gabinete, Alfonso de Otazu, en sus memorias, Testigo de descargo: era un ministerio en que los expertos habían tomado el poder. “Este ambiente duró poco pero sí lo suficiente como para que la siembra fuera abundante y permitió que España, en ese periodo, pudiera modificar por completo su imagen cultural en la escena internacional”.Giménez con Carmen Alborch en 1996, en una exposición.Archivo personal de Carmen GiménezCarmen Giménez tenía el cargo de directora de Exposiciones del ministerio tras el éxito de Correspondencias. “España tenía muy mala reputación, de no saber organizar una exposición bien, no pagar, no ser serios, cambiar de parecer”, rememora. Pero la gente que no quería tratar con España sí quería tratar con ella. Cuando Solana quiso hacer una exposición de Juan Gris, cubista madrileño de cuyas obras no quedaba ninguna en Madrid, Giménez sabía quién sí tenía: el galerista Gary Tinterow.A cambio de dar resultados, ella forzaba el sistema. “He procurado apartarme de lo gris, de lo triste, he luchado cuando se me regateaban 20.000 pesetas para hacer un catálogo mejor”, dijo a El País Semanal en 1990. Su principal virtud era su exigencia y su principal defecto, también.“El carácter de Carmen se manifestaba, sobre todo, en la necesidad de tomar parte en cualquier cosa que tuviera que ver con la creación artística de terceros, siempre y cuando contuviera los niveles de genialidad que su propia educación artística —iba a poner sentimental— le exigían”, escribe Otazu. “Difundir la obra de los grandes artistas contemporáneos, subrayando las genealogía de las influencias que existían entre ellos, se había convertido en una verdad obsesión”.Carmen Giménez, en los ochenta en el Palacio Real ante La reina María Luisa con mantilla, de Goya.Archivo personal de Carmen GiménezEsta exigencia se dio de bruces con un problema estructural: “El mundo de los museos de los años ochenta era desastroso: algunos no tenían instalación eléctrica”, recuerda una trabajadora de aquel ministerio. “Pero no le importaba a nadie de las altas esferas, preferían ocultar o bien obviar sus múltiples o escandalosas carencias”.Lo de Juan Gris fue el primer chocazo de Giménez con aquel problema. “La exposición se hizo en la Biblioteca Nacional porque era el espacio que teníamos. Gary me preguntó: ‘¿Pero qué tal la seguridad del sitio?’. Si tú supieras… Un desastre. Pequeñita. Cables por todos lados. Todo en mal estado. ¡Se podía armar un incendio! ¡Santa Rita! Gary me hizo firmar un papel para aceptar que él no se hacía responsable de lo que pasara ahí. A partir de ahí yo pienso que ese lugar… que además había hecho Franco…”.Giménez pensaba que el país que se estaba cuajando iba a necesitar un museo de arte contemporáneo. Y tenía una idea: “Había conocido en una cena a un hombre, el doctor Barrio, que me había hablado de un lugar en Madrid maravilloso. El Hospital San Carlos. Quedé fascinada. En pleno Madrid, ese lugar, esas salas. ¡Y salas, y salas!”.El edificio del Centro de Arte Reina Sofía mandaba un mensaje claro sobre el arte ignorado por el franquismo: cualquier otro Gobierno habría reservado aquellos altísimos techos para colgar obras maestras renacentistas. En su lugar, se colgó el Guernica, Chillida, Serra, Calder, Oteiza, Juan Muñoz. El director de la Fundación Guggenheim en Nueva York, Tom Krens, viajó a Madrid solo para verlo. “Era un domingo y el visitante se quedó boquiabierto”, escribe De Otazu. En The New York Times, la legendaria Roberta Smith lo anunció así: “Al verse cara a cara con el Reina Sofía y con su derroche de galerías, uno sabe, sin dudas, que este edificio es una señal innegable del compromiso español con la idea de un renacimiento cultural”.—¿No quiso dirigir usted el Reina Sofía?—Yo tenía más fuerza desde el ministerio. Podía bajar y hablar con el subsecretario [Miguel Satrústegui]. Él tenía acceso directo a Javier Solana. Enseguida yo estaba con el poder. Allí me iban a dejar sola.Antes de llegar a Madrid, antes de desembarcar en el mundo del arte, en 1966, Carmen Giménez vivió en Chile. John Trafford tenía trabajo allí y la idea era que se instalaran. Ella quedó embarazada. “Era jovencísima, imagínate, pensé que quería tener hijos, que había que tenerlos muy joven”. Fue un parto difícil, de cesárea, después de la cual cayó gravemente enferma. Y gravemente sola. “La familia de John se pensaba que yo era una quejica”. Ella interiorizó esa crítica hasta que una amiga le puso un espejo delante —“mira qué cara tienes”— y la convenció de que fuera a ver a otros médicos. Estos nada más verla llamaron a una ambulancia: había gasas dentro de su cuerpo, un descuido de la cirugía. Siguieron tres meses de hospital, entre la vida y la muerte. Salió de ahí con desconfianza terminal hacia la opinión ajena, a quedarse en manos de otros cuando no estaba cómoda y con un ultimátum a John Trafford: “Nos vamos a España”.En 1985, Solana ascendió a portavoz del Gobierno. De Otazu se marchó en 1987. El mundo alrededor de Giménez cambiaba. La era de transformar el país fue dando paso a la época de perpetuar el poder, una que según ellla era de burócratas más que de expertos. La idea de una Expo o unos Juegos Olímpicos empezó a imponerse sobre los muesos.El entorno era adverso: no hay mayor enemigo para un burócrata que alguien que fuerza el sistema en busca de resultados. En 1988 Jorge Semprún sustituyó a Solana: “Ese se pensaba que España era Francia. No se daba cuenta de que todo lo habíamos hecho nosotros porque éramos nosotros. Era muy frágil lo que yo había creado”. Semprún nombró un director en el Reina Sofía, Tomás Llorens. “No lo veía muy capacitado para llevar ese barco, pero ahí se pensaban que era number one. Machistas”.El 26 de mayo de 1989, Giménez presentó su dimisión.—Fue entonces cuando usted volvió al extranjero.—¡Me echaron! [Pausa. Se emociona primero y, después, añade con cierto enfado] Bueno. Hay un montón de maneras de echarte. Te dejan una silla vacía. Tomás Llorens me hizo luz de gas: pidió que yo no pisara más el Reina Sofía. Yo me había volcado en ese Reina. Esas exposiciones eran las únicas que hacía y yo no hacía más que exposiciones.Desde un punto de vista puramente burocrático, irse de un sitio a otro donde le espera más reconocimiento es siempre un éxito. Desde un punto de vista emocional, tener que dejar algo que uno ha creado en manos de otros siempre se siente como un fracaso. En julio, el Museo Guggenheim de Nueva York anunciaba ante la prensa el fichaje de Carmen Giménez como directora de arte del siglo XX. Un periodista preguntó: “¿Cómo es posible que le hayan permitido dejar España, donde ha realizado una labor tan importante?”. “Bueno, problemas de burocracia”, respondió ella entonces.Solana, en su despacho blanco: “Fue una satisfacción inmensa ver cómo Carmen, al dejar yo el ministerio, volaba sola y tan alto”.Giménez, ante el fuego y la lluvia: “Pienso que a mí me quitaron algo que era mío”.Esta es la historia que se repite. Dos veces más, dos museos más, mismo desenlace. El nuevo jefe de Giménez, Tom Krens, quería hacer un Guggenheim en Europa. Lo había intentado en Salzburgo. Giménez demostró su callo y redirigió el asunto: “Había trabajado en Bilbao cuando llevé Correspondencias y tenía la idea de que ahí se podía hacer un museo. Hablé con Alfonso de Otazu, que me dijo: ‘No vayas a Cultura con esto. Yo conozco los de money money, los de Hacienda, ve a [el diputado Juan Luis] Laskurain”. Aquello desbloqueó la situación. “Laskurain vio en el proyecto una oportunidad para la inversión pública y el fomento para la imagen de la ciudad”, escribe Iñaki Esteban en el libro El efecto Guggenheim. De nuevo un arquitecto: “Tom quiso a Frank Gehry y yo sabía que ahí había pelas”. Y una vez más, la llegada de los burócratas. Juan Ignacio Vidarte fue nombrado director del Guggenheim: cuenta Otazu que no hizo especial caso a los consejos de Giménez desde el cargo.—¿Por qué no quiso usted dirigir este?—No soy vasca.El Museo Picasso de Málaga. Otro impulsor histórico: José Guirao, veterano de la Junta de Andalucía y, entre 2018 y 2020, ministro de Cultura. Otro mensaje para España: “Christine Ruiz-Picasso me había dicho, al negociar por La dama oferente, que si los españoles no queríamos su colección, íbamos a perderla”. Otro desplante: esta vez con la familia Picasso.Carmen Giménez, en Trujillo.Ximena y Sergio“A mí siempre quieren matarme”, admite Giménez, que es asombrosamente generosa identificando los enemigos que le han salido en su trayectoria. “Soy muy exigente. Esto es así y no es asá. Pero si tiene que ser así, yo soy capaz de que, para que sea así, darme enteramente. Pero me salen las cosas, pero también…”.La mujer con acento francés se detiene aquí. La chimenea ya son brasas. Hace horas no encontraba el principio de la historia, ahora no encuentra el final. Francisco Calvo murió en 2018, Alfonso de Otazu y José Guirao en 2022. Juan Muñoz en 2001 y Richard Serra en 2024. Su recuerdo, teme, se está ensombreciendo.Carmen Giménez con todos los directores del Reina Sofía hasta 2019.Gorka LejarcegiLe quedan reconocimientos institucionales. Es patrona del Prado. Y una figura inseparable del Reina Sofía. “El museo acaba de nombrarla patrona honorífica como reconocimiento a ser la fuerza fundadora del museo. Le debemos adquisiciones fundamentales, esculturas de Picasso importantísimas”, reconoce Manuel Segade, su actual director. “Sigue siendo una figura clave, generosa en compartir contactos y conocimiento, siempre atenta a apoyar a la institución”.Carmen Giménez, en la finca de Trujillo.Pero el patrón del relato aún le duele, la pasión absorbida por la burocracia. La historia de España y la modernidad, la del poder y las molestas fuerzas que logran asentar el progreso. “Creo en el trabajo”, se defiende. “En lo que tú haces, en el esfuerzo que pongas. Todavía pienso que es importante trabajar”. Una pensadora peligrosa apaga las brasas de la chimenea.

“He intentado alejarme de lo gris”: memorias de Carmen Giménez, la mujer detrás de la creación del Reina Sofía, el Guggenheim y el Museo Picasso | EL PAÍS Semanal: Personajes
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