Lo habrás leído muchas veces: cuando le preguntaron a la antropóloga estadounidense Margaret Mead cuál creía que era el primer signo de civilización de la humanidad, ella respondió que un hueso humano encontrado en una excavación. Un fémur fracturado que mostraba signos de curación. El fémur soldado evidenciaba que alguien se quedó junto al accidentado, que lo cuidó. Y, lo más importante, que hubo tiempo de espera. Que esa persona pudo convalecer. Convalecer, ese verbo que creemos malo, pero que no sólo es bueno, sino fundamental. La reflexión de Mead ha sido usada habitualmente por políticos que hablaban de sanidad pública y salud mental. Pues claro. Es bonita y ofrece una visión dulcificada de la civilización. Frente a esta dulzura, brota el recuerdo: hace 10 años trabajaba en una empresa a dos horas en transporte público de mi casa; la hora de entrada era segura y estricta, la de salida incierta y azarosa (nueve de la noche, tres de la mañana; nunca se sabía). Mi único ocio semanal era hacerme el táper del día siguiente. Con este ritmo de vida, caía enferma de anginas cada poco tiempo. Iba al médico, este me mandaba antibióticos, seguía trabajando medio recuperada y a las pocas semanas volvía a caer. Una de las veces le dije: “¿Y no me podrías dar una baja? Porque pudiendo descansar podría recuperarme sin tomar nada”. Me miró como si estuviese loca. “Pero mujer, ¿para qué quieres estar metida en la cama sintiéndote mal? Si te tomas esto, en día y medio ya vas que chutas”. Recuerdo salir del centro de salud llena de estupor. Más información“Si mañana sigues así, ve al médico” es una frase recurrente, la oímos constantemente. Pero a veces ese “seguir así” es un simple resfriado. Queremos magia rápida para vencer males que a veces sólo requieren detenerse un poco. El problema de raíz, claro está, es que muy poca gente puede detener la vida para curarse de veras. Y, en ocasiones, este no poder parar es la raíz de problemas aún mayores que ese simple resfriado del inicio.Desde hace unos años, si me pidieran un tema para una película de terror, no dudaría: “bacterias multirresistentes”. Cada vez que leo algo sobre el asunto, siento que se abre un abismo a los pies de todos. Las bacterias multirresistentes son bichos que, a fuerza de toma de antibióticos, se han hecho invencibles. En resumen: un monstruo alimentado por su contrincante. Rocío Álvarez Marín, infectóloga, asegura que las infecciones por bacterias multirresistentes están muy relacionadas con nuestro modo de vida: “Cuando no existían los antibióticos, el tratamiento de infecciones graves se basaba fundamentalmente en los cuidados. Es decir, se facilitaba de alguna manera que el cuerpo estuviera en las mejores condiciones para afrontar por sí mismo la infección”. Era el de entonces un enfoque colectivo. Obviamente, esto en muchos casos era insuficiente, y la gente se moría de infecciones que hoy son muy fáciles de tratar. Pero Álvarez Marín explica que desde que aparecieron los antibióticos, de alguna forma se cambió ese enfoque colectivo a un enfoque individual. Cada vez se alcanzan en todos los campos de la medicina logros que alargan la vida, pero que también aumentan el riesgo de las infecciones, y las infecciones son cada vez por bacterias más resistentes, lo que provoca que se usen antibióticos de mayor espectro, generándose un círculo vicioso en el que cada vez hay más pacientes con infecciones para las que ya no hay medicamento mágico. “Por eso” —insiste Álvarez Marín— “la especie humana tiene que comportarse colectivamente de manera racional y coordinada. Y para esto hay que evitar poner en el ecosistema (y cualquier cuerpo forma parte de él) un solo gramo de antibiótico que no sea necesario”. Por supuesto, esta actuación colectiva coordinada entra en conflicto con algunos intereses individuales. La causa de que se utilicen antibióticos en exceso, tanto en el hospital como en los centros de salud, proviene de cuestiones que se alejan de la ciencia. Álvarez Marín explica que una de las razones es el miedo al error y sus consecuencias: “Si sólo podemos ver al paciente una vez y tenemos cinco minutos de consulta, es más fácil que se tomen decisiones que son ‘proteccionistas’, porque no disponemos de otra herramienta para asegurar resultados”. También pone atención en el conflicto con los objetivos que exige la autoridad: “Si trabajamos en un sistema de salud que nos está penalizando por dar bajas médicas o derivar a consultas hospitalarias, vamos a tender también a abordar los problemas con otras medidas más drásticas”. Desde su visión de infectóloga, Rocío Álvarez Marín detecta también una visión muy “medicamento-céntrica” en la formación médica: “Hay un esquema de pensamiento de: un problema, una pastilla”. Este paradigma quimicocéntrico, tremendamente eficaz para algunas cosas, en otros casos supone una mala praxis. Y cuando hablamos de infecciones podríamos también hablar de salud mental. También, por supuesto, existe la expectativa del paciente de recibir una solución química, una salvación rápida. Y sería candoroso obviar los intereses comerciales que hay de por medio. En resumen: los profesionales sanitarios trabajan en un mundo turbocapitalista, con las exigencias que le son propias. Y los pacientes habitamos en el mismo turbocapitalismo: cuando tenemos infecciones leves no podemos permitirnos parar. Todos estos factores han generado una distorsión de nuestra idea de enfermedad, contemplándola como algo inadmisible que debe ser erradicado instantáneamente, aunque esto vaya en detrimento de nuestra salud. ¿Y cómo responde una sociedad que va a toda prisa y exige prisa cuando la enfermedad no es curable? Clara López, desarrolladora del proyecto Mesa Camilla (“una investigación sobre la mesa, el descanso y la tullidez”, reza en su página), que convive con cuatro enfermedades crónicas y una discapacidad que ahora mismo está en un 67%, siente el cansancio del entorno ante sus enfermedades. “Cuando actualizo a alguien sobre mi enfermedad, selecciono muy bien con quién lo hago, porque me encuentro con esta irritación ante la vulnerabilidad cronificada. Es una especie de presión para que te cures. Y no te vas a curar. Supongo que soy un recordatorio de la fragilidad propia”, explica. Y una de las cuestiones con las que conecta esta incomodidad del mundo ante su situación tiene que ver precisamente con la productividad y esa exigencia turbocapitalista de tener que estar presente en la vida tal y como se espera que estemos: incansables, invencibles, perpetuamente productivos. Frente a esta visión, a la imagen publicitaria de alguien tomándose una pastilla contra la gripe y pasando del decaimiento a la sonrisa y la hiperproductividad, le asoma un reverso oscuro. Y en cambio, la idea de alguien pudiendo convalecer, cuidándose y descansando, brilla con una luz más amable. Frente a esta problemática que ha calado en nuestro sistema de pensamiento, distorsionando el acto de convalecer, sólo se me ocurre un activismo leve, quizás estúpido: desde ahora, cuando alguien nos diga: “Estoy con un trancazo terrible en casa”, en lugar del clásico (que ahora me resulta espeluznante): “¡Cúrate rápido! ¡Ve al médico a que te mande algo!”, podríamos decirle: “Cuídate y que te cuiden. Descansa. Y si necesitas algo, avisa”. Quizás así, poco a poco, a ese fémur que pudo curarse hace miles de años se le vayan limando unas astillas que le han ido brotando sin que nos demos cuenta.

El hueso roto: cuando se nos olvidó cuidarnos | Ideas
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